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Las concepciones de empresa y mundo, predominantes, desde la segunda mitad del siglo pasado hasta la primera del presente, se basaron en el modelo científico. El método científico consiste en analizar la realidad descomponiéndola en sus partes integrantes, conociéndola al disertarla y clasificarla. Por este método, la física descompone a los cuerpos en las partículas de su materia y en la fuerza de su energía, mientras que la biología divide a los seres en reinos, especies y clases, según sus elementos constituyentes y sus características morfológicas. Pero el modelo científico parte de una premisa: el todo se divide, por vía analítica, en partes, y las partes se sintetizan en el todo. Esto es, el todo es la suma de las partes. Los casos en los que la premisa no se cumplía eran considerados producto del desconocimiento, errores de medición, o descartados como excepciones sin valor. Por ejemplo, las leyes de Newton explicaban casi perfectamente los movimientos de los planetas en el sistema solar, pero existían ciertas anomalías que se corrigieron al descubrir satélites y planetas desconocidos, o se entendieron con el desarrollo de la Teoría de la Relatividad de Einstein.
El método científico es suficientemente bueno para enfrentarse a la complejidad de variables, a lo predecible, pero malo para enfrentarse a lo impredecible, lo no lineal, lo emergente.
La empresa, en su forma moderna, es un producto clave de nuestra civilización científica. En ella, la principal manifestación del método científico se dio en el Taylorismo. Con el enfoque taylorista, la productividad de la mano de obra se multiplicó por cincuenta en los últimos sesenta años.
La empresa está atravesada por flujos de materias que se adquieren, se transforman y se condicionan para el mercado a lo largo de un proceso comercial, industrial y logístico. Paralelamente se producen flujos contables y sobre todo una tupidísima red de flujos de información (ascendente) y de órdenes (descendente). Es el ya viejo esquema de Forrester en su Industrial Dynamics1.
La regulación de los tipos de movimiento de esos flujos es una operación extremadamente complicada. En primer lugar por el número de elementos, y también por el impacto del tiempo, ya que las actividades han de ser programadas a la escala del minuto, teniendo en cuenta otras restricciones como las capacidades de hombres, máquinas y almacenamiento.
En los años sesenta y setenta se llegó a pensar que un día llegaría a realizarse el sueño de Max Weber2: gobernar la empresa entera desde una sala de control. Ese momento coincidiría con el ocaso de los dioses de la empresa, entiéndase, el ocaso de los directores.
No se preocupe. Para estos momentos ya está claro, que la profecía de Weber no se cumplirá, aunque la función del director sí se modificará. Cuando la empresa tuvo que enfrentarse al cambio continuo y a la imposibilidad de mantener un objetivo estático, se encontró con que el modelo que se había venido empleando no era suficiente. Esta nueva complejidad requería nuevos modelos.
Muchos nuevos modelos se postulan en estos momentos para las nuevas organizaciones.
Notas de Don Pedro Suárez